Hace años oí a un alto cargo del Gobierno del Partido Popular una frase que podía parecer sabia: “A la política hay que llegar rico”. Semejante afirmación pretendía garantizar que ni él ni otros compañeros de Gobierno -ricos como él- sucumbirían nunca a la tentación de usar el poder para aumentar su fortuna personal. De paso, la frase insinuaba que el Gobierno anterior, el de los últimos años del felipismo, estaba plagado de corrupciones porque muchos socialistas, que como todo el mundo sabe son de clase media-baja, habían llegado pobres al poder.
El problema, creo yo, es que los ricos también roban.
La demostración la tienes en Estados Unidos. El sistema electoral requiere tal inversión en una carrera política como para ser una aspiración laboral reservada sólo a candidatos de buenas familias. Por eso Bill Clinton era un ejemplo admirable: porque nació pobre. Pero no parece lógico que en un país como éste, en el que menos del 1 por ciento de la población es millonaria, el 50 por ciento de sus representantes en la Cámara y en el Senado se declaren multimillonarios.
Y los hechos demuestran que quien tiene dinero quiere más, para él o para su partido. Ahí está el caso reciente del infausto y corrupto Tom Delay, hasta hace poco líder republicano de la Cámara de Representares. Está acusado de desviar donaciones hacia las campañas electorales y de algo aún peor: votar a favor de leyes que benefician a individuos o empresas que, a cambio, regalan dinero a su partido. Por ejemplo. Él quería introducir una ley con restricciones a la instalación de Casinos en reservas indias. Un abogado de las tribus afectadas le regaló un viaje para jugar al Golf en Escocia y un cheque de miles de dólares para el Comité Nacional Republicano. Cuando regresó del viaje, votó en contra de la ley.
¿Qué hacer ante el desprestigio de la política? No tengo ni idea.