Cuando el presidente J.F. Kennedy visitó el Berlín aún dividido en cuatro zonas de ocupación, como resultado de los acuerdos de Yalta y Postdam, la frase más conocida y citada de su intervención, con el muro a su espalda, fue la de “Yo también soy berlinés”.
Hace unos días, cuarenta y cinco años después, los medios de comunicación han llenado páginas con la gran concentración en torno a un candidato a la presidencia de Estados Unidos, Barak Obama. Está por ver que su “yes, we can” represente algo más que una frase de éxito en una campaña electoral, si bien en España ha demostrado su eficacia, de la mano de una cadena de televisión, para que la selección de fútbol ganara la copa de Europa y para que Nadal se alzara con la victoria en Wimblendon. (Sastre ha ganado el Tour sin el “podemos”).
Del discurso del candidato Obama la prensa ha destacado, además de su capacidad de convocatoria, el que en su intervención se dirigiera al “pueblo de Berlín” y a los “pueblos del mundo”, y a ello añadían, como ejemplo de que se trata de un personaje del siglo XXI, el que se refiriera a sí mismo con la expresión: “Soy un ciudadano del mundo”. Lo sorprendente es que lo elogiaran como una novedad y como una prueba de que estamos ante un individuo que sabe vivir su época y presentarse por encima de las diferencias nacionales en este mundo cada vez más globalizado.
Sin embargo, quienes hacen esa valoración olvidan que los ilustrados, en el siglo XVIII, habían hablado en esos términos. Que Voltaire se consideraba “ciudadano del universo” y que Montesquieu, cuando redactó la voz “Cosmopolita” para la Enciclopedia, dijo: “Prefiero mi familia a mí mismo, mi patria a mi familia y el género humano a mi patria”. De aquel cosmopolitismo ilustrado nacería luego el internacionalismo, característico del movimiento obrero, y en especial del pensamiento marxista, que lo formuló de manera contundente en aquella afirmación del Manifiesto Comunista: “Los obreros no tienen patria”.
Esta admiración por el universalismo de Obama coincide con una situación en España en la que muchos parecen haber perdido de vista que la conformación de un Estado autonómico como el reconocido al amparo de la Constitución no representa un modelo federal, aunque partidos como el socialista tengan una estructura interna de carácter federal. Los socialistas catalanes deberían saber que su modelo de partido no tiene por qué coincidir con el del Estado, del mismo modo que ellos, a pesar de su definición republicana, no hacen de esa cuestión el eje de su política. Hace unos años, durante una mesa redonda que trataba de estos temas, un senador de CiU habló de la importancia que en su comunidad tenían los hechos “singulares” y “diferenciales”, que en la práctica los oyentes interpretamos como formas particulares de idiosincrasia. En el coloquio le manifesté mis dudas acerca de sus consideraciones y le expresé que, de acuerdo con su modelo, mi pueblo, en el sur de Córdoba, tenía gran cantidad de hechos diferenciales, no solo con los que lo rodean, sino también con el resto de España, y que sin embargo no por eso apelábamos a definirnos como nación. Aquello fue en el año 2004, y el cosmopolitismo ilustrado todavía no había superado los Pirineos (al menos en Cataluña).
Y por favor, un llamamiento a los comentaristas y corresponsales de prensa, a los seguidores de Obama: ¡Lean!, que la condición de ciudadano del mundo ya estaba inventada en el siglo XVIII.
* José Luis Casas Sánchez es profesor de Historia
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